Reseña: The Invisible Man - Nueva vida para un viejo mito | Código Espagueti

2022-05-28 07:58:08 By : Ms. sunshine ST

Leigh Whannel entiende cómo se consume el terror actualmente: desde que, junto a James Wan, creó la saga de Saw, ha trabajado en todas las cintas de Insidious, además de escribir Dead Silence. Muchas de estas películas resultaron ser absolutamente horrendas, pero han funcionado particularmente bien con las audiencias. En ese sentido, como James Wan, Whannel sabe cómo consumen horror las nuevas generaciones y sabe cómo escribir cintas que, a pesar de sus terribles deficiencias, fascinan a los auditorios.

Tal vez esa es la razón por la que lo contrataron para hacer esta nueva versión de The Invisible Man. Desde las series de televisión de los años ochenta, pasando por la extrañísima e inesperada adaptación de Verhoeven en los noventa y las recreaciones animadas de los dosmiles, el viejo mito de H.G. Wells ha quedado en el olvido. Ésta no parece ser la historia que atrae masivamente al público a las salas de cine y el Dark Universe de Universal Pictures murió antes de nacer. Pero Whannel tiene algo único y, con esta película, parece querer demostrarlo: más allá de los bodrios que pudo hacer, éste es un guionista de experiencia única en el horror popular contemporáneo.

Así, a través de giros de guión y certeros mecanismos formales, Whannel recrea a un viejo monstruos de arcaicas galerías de espantos para adaptarlo a nuestros miedos actuales. En esta cinta, el miedo invisible como mecanismo político de Wells se transforma en algo mucho más apremiante; aquí, la paranoia masturbatoria sexual de Verhoeven toma nuevo cauce; aquí, finalmente, el viejo mito en pantalla de James Whale se convierte en una recreación dolorosa de la violencia de género y de las cicatrices duraderas que deja.

Después de la horrenda nueva película de Drácula (Dracula Untold) y de la aún más desastrosa The Mummy, parecía imposible que el Dark Universe sobreviviera. Tal vez no sepan de qué estoy hablando y eso es comprensible: las primeras películas del nuevo mega proyecto de Universal pasaron desapercibidas. Y, por más que en The Mummy (mientras desperdician horriblemente el talento de Sofia Boutella) nos metieron la idea del Dr. Jekill de Russell Crowe con singular insistencia, este proyecto parecía no tener ni pies ni cabeza. Tal vez estas películas no fueron lo suficientemente buenas; tal vez las horrendas decisiones de diseño de producción ahuyentaron al público; tal vez están muriendo las enormes franquicias (como hemos visto en el debacle de Star Wars)… o, tal vez, los viejos monstruos ya no son lo que eran.

Frankestein y Dr. Jekyll, el Hombre Lobo y el Hombre Invisible, el Fantasma de la Ópera y la criatura de la Laguna Negra, todos estos son monstruos que se convirtieron en imágenes amigables de recortes plásticos para Halloween. Ésta ya no es la misma época de fascinación por los vendajes perfumados de las momias, por los parajes exóticos de Europa central, por los científicos locos y los licántropos arrepentidos. Después del enorme éxito que tuvieron los reboots de The Mummy con Brendan Fraser y de la intensa adaptación del Frankenstein de Kenneth Branagh en los noventa, estos viejos mitos de horror regresaron a sus elegantes ataúdes. Y Leigh Whannel lo sabe perfectamente. Así lo explicó en una entrevista:

“No quería hacer nada retro. No quería una máquina de humo, lobos ladrándole a la luna y esas cosas en mi película. Siento que algunos de estos monstruos icónicos han sido representados en un contexto tan “Transilvania”, durante tanto tiempo, que se han convertido en algo seguro. Digo, las películas para niños ahora tienen a estos viejos monstruos…”

En esta época desoladora para los monstruos clásicos, en este momento en el que Universal ya canceló la mayoría de sus proyectos para el Dark Universe (incluyendo un Frankestein protagonizado por Javier Bardem), un viejo conocido del horror contemporáneo llegó para rescatarlo todo. Y no fue su participación en las grandes franquicias de horror popular que hizo de Whannel alguien tan especial para rescatar este proyecto condenado. Fue su comprensión de los mecanismos del cine independiente y su amor cultivado a la escritura. Dos cosas que demostró ampliamente en un proyecto reciente que sorprendió a propios y extraños.

En 2018, sin que nadie supiera nada del proyecto y sin que muchos se dieran cuenta de que existió, Whannel hizo una de las mejores películas de acción y ciencia ficción de los últimos años. Me refiero, por supuesto, a la cinética, divertida, violenta y sorprendente Upgrade. Una película que reencarna el cyberpunk para la época de Blade Runner 2049 y que, con inventivos movimientos de cámara, demostró que todavía se puede hacer acción de ciencia ficción mucho tiempo después de las gloriosas épocas de James Cameron. Ahora, al regresar a la dirección con The Invisible Man, Whannel vuelve a demostrar que tiene un ojo privilegiado para el horror y un talento natural para adaptar viejos mitos al pathos contemporáneo.

The Invisible Man demuestra una comprensión madura, actual, intrigante, de un mito viejo que difícilmente dialoga con las nuevas generaciones. Al crear este diálogo, de paso, Whannel mezcló los viejos tropos de horror de Wells con una perspectiva contemporánea. Aquí estamos lejos del humor de James Whale o de los efectos especiales vistosos que siempre fascinaron a Verhoeven. Ésta es una cinta de inspiración independiente que, con muy poco, logra recrear los mitos platónicos que dieron vida al mito del hombre invisible a través del amor a los espacios abiertos y los juegos intrigantes de movimientos abruptos y los encuadres pacientes.

Al hacer The Invisible Man, Leigh Whannel tuvo una revelación que se relaciona, tal vez, con su relación con James Wan:

“Siempre me ha fascinado el horror que se retiene, que se contiene. Cuando las cosas se vuelven ruidosas en una película de horror, cuando se van hacia el territorio de la acción de horror, puede ser una película divertida, pero no me va a mantener despierto de noche. Es lo desconocido que es escalofriante. Entre menos haces mejor, yo creo, y este personaje te da la oportunidad perfecta de hacerlo.”

Así, en esta cinta, Whannel experimentó con las convenciones de horror desde una perspectiva naturalista. Y eso convierte a la historia de Cecilia “Cee” Kass (Elizabeth Moss) en algo terriblemente opresivo. Al igual que la historia original, esta película empieza con un brillante científico, físico, inventor, experto en óptica: Adrian Griffin (protagonizado por Oliver Jackson-Cohen de Haunting on Hill House). A diferencia de la historia original, este científico es bien reconocido, es multimillonario y está en una relación que, para todos los observadores externos, parece feliz y estable. Sin embargo, Cecilia está atrapada.

En los primeros minutos de película la vemos drogando a su pareja con clonazepam para escapar furtivamente de una hermosa casa aislada en los acantilados del norte de California. La hermana de Cecilia la espera en un coche, en una carretera cercana. Pero, en los tensos minutos del escape, Adrian se despierta y medimos el grado de su constante violencia física por cómo rompe la ventana del coche a golpes.

Semanas después, Cecilia no puede salir de casa de su amigo, el empático policía y padre soltero James (Aldis Hodge). Todo le aterra: no puede hablar de la violencia que sufrió, pero tampoco puede salir a recoger el periódico. Todo pasante, todo corredor, todo coche se convierte en una potencial amenaza… Hasta que su hermana llega con una noticia impactante: Adrian está muerto; se suicidó y le dejó cerca de cinco millones de dólares heredados. Con esto, parece que la suerte de Cecilia se voltea, que todo va a mejorar, que todo va a estar bien, que, incluso, podrá pagar la colegiatura de la hija de James (Storm Reid) y convertirse, de nuevo, en una profesionista respetada. Pero cosas extrañas comienzan a ocurrir; cosas que nadie cree; cosas que se adjudican a la vieja paranoia de Cecilia…

Con esta premisa innovadora que centra la historia en una víctima del Hombre Invisible y no en el Hombre Invisible mismo, Whannel juega con los formatos. Su película nunca quiso depender de los efectos especiales para transmitir el miedo a lo sobrenatural; no quería utilizar grandes explicaciones científicas y laboratorios subterráneos; no quería convertir su historia en algo excepcional e inalcanzable. En vez de eso, para volver un horror arcaico en algo más terrenalmente contemporáneo, utilizó las expectativas de un público que él califica como “filmicamente letrado”. Y sí, en efecto, el público de horror actual, esté o no consciente, reconoce inmediatamente los mecanismos de tensión habituales. Todos previenen los “jumpscares”, todos conocen los cues musicales, todos saben cómo se repiten estructuras narrativas y movimientos de cámara.

Por eso, Whannel utiliza los movimientos de cámara que todos esperan (como paneos lentos hacia una zona que el protagonista del cuadro no está viendo) para crear una tensión insoportable. Insoportable porque, claro, en esa esquina en donde debe aparecer el mal, no encontramos nada. Gran parte de los momentos más logrados de la cinta están compuestos de estos tomas abiertas en los que el personaje de Elizabeth Moss se encuentra aislada en una esquina con un amenazante vacío detrás. Ante la enormidad de un encuadre vacío esperamos que aparezca algo, que algo se materialice, que veamos una pista, que aparezca el monstruo… Pero no vemos nada y Whannel se toma todo el tiempo del mundo antes de mostrarnos al Hombre Invisible en acción (que no aparecerá, verdaderamente, hasta el tercer acto de la cinta).

Los movimientos de cámara y la construcción de los cuadros se apoya, además, en el terriblemente estresante score de otro veterano del horror contemporáneo: Benjamin Wallfisch (It, It: Chapter 2, Lights Out, A Cure for Wellness, Annabelle Creation, Blade Runner 2049 y, pronto, la nueva adaptación de Mortal Kombat). Con una insistencia en los arreglos de cuerdas estridentes y en rupturas electrónicas violentas, Wallfisch logra crear una atmósfera de serio estrés frente a encuadres pacíficos, vacíos, tensos por la ausencia del mal visible. Con una música que nos señala la presencia de algo, del peligro tangible, del miedo a la violencia física, de la observación perversa, vemos un pasillo vacío. Y en esta disonancia de nuestras expectativas, la dirección de Whannel resulta tremendamente efectiva.

Al mismo tiempo, el diseño de producción de la cinta tiene detalles impresionantes. Uno de ellos es, por supuesto, la casa de Adrian Griffin. Parte de la elegancia de esta cinta está en que Whannel no se apoya mucho en el diálogo explicativo para volver comprensibles los elementos de ciencia ficción de la cinta. Tampoco los usa para dar un contexto determinante a los personajes. Llegamos a este mundo sin preámbulos y sin explicaciones tutelares. Y el diseño de producción sirve para construir a los personajes sin necesidad de líneas de guión.

Por un lado, tenemos la enorme mansión de Adrian, un imponente palacio de cristal y cemento en el que todo se ve, todo está vigilado y todo parece transparente. Esta “hermosa cárcel”, como la describió Whannel, está abierta en todos los sentidos: rodeada de océano y praderas como un oasis de libertad. Pero, como bien señalaba Dostoievsky en Siberia, un enorme espacio abierto puede ser un imponente muro. Aquí no hay adonde ir: éste es un Alcatraz de arquitectura impecable. Y la idea de una mansión abierta que se convierte en cárcel responde perfectamente a la idea del miedo en una relación abusiva: los muros más difíciles de sortear no son construcciones físicas sino mentales; y los victimarios de relaciones violentas cuentan con el miedo constante que imponen en sus víctimas para paralizarlas. El poder del trauma es, como los muros de agua, una barrera invisible.

Por otra parte, tenemos la pequeña casa suburbana de James. Es una construcción modesta, de dos pisos, típicamente americana. En ella se enfrentan dos espacios: los pasillos y la cocina, el comedor y la entrada como espacios desocupados, en los que los habitantes de la casa pasan ocasionalmente. Son espacios opresivos por su abandono, los lugares menos frecuentados, de paso, los sitios de las composiciones vacías de Whannel. En contraste, tenemos el espacio saturado de la recámara de la hija adolescente de James. Ahí, de noche, toda montaña de ropa con un sombrero encima puede tener una figura antropomorfa… Ahí, también, sentimos la presencia de algo invisible de manera mucho más cercana con marcas en los muebles, en la alfombra, en las sábanas.

Con este juego en los espacios, Whannel construye un ambiente único sin necesitar de efectos visuales importantes. De hecho toda la primera mitad de la cinta se construye en el suspenso del amor al vacío. Así, cuando por fin se revela el hombre invisible, los resultados son impresionantes. Porque Whannel sabe dirigir una secuencia de peleas (como ya vimos ampliamente en Upgrade) y porque las cámaras fijas a un sujeto en movimiento crean efectos espectaculares. También porque el diseño del Hombre Invisible es imponente, inhumano y una verdadera pesadilla de tripofóbicos. Finalmente, porque las peleas con una figura humana invisible, son increíblemente claras y precisas y que, con el uso de un CGI intercalado de efectos prácticos, Whannel logra mucho con muy poco.

El resultado de la cinta es tan interesante, además, porque Whannell utiliza el increíble lujo de trabajar con una actriz tan completa como Elisabeth Moss y confía en su enorme capacidad para transmitir empáticamente emociones fuertes. Moss, como ha hecho en los últimos años, elige interpretar intensamente un papel que dialoga con representaciones del machismo violento: lo vimos en su icónico papel como Peggy en Mad Men, lo vimos en en las dos temporadas de Top of the Lake de Jane Campion, lo vimos en The Handmaid’s Tale, por supuesto, y en su desgarrador papel como Helen en High-Rise de Ben Wheatley. Aquí, de nuevo, Moss lo deja todo y, pese a los evidentes errores de dirección de Whannel que comienzan a acumularse al final de la cinta (y que evidencian que, más que un talento visual, lo suyo es la escritura), Moss mantiene todo a flote.

Con esto, The Invisible Man  una película de 7 millones de dólares -un presupuesto de nimio considerando que The Mummy, en el mismo universo, costó arriba de 125 millones-, logra ser efectiva sobre sus deficiencias. Todo porque Whannel apostó por cosas seguras, matizadas, discretas y sencillas y pudo cargar a Moss con toda la responsabilidad de la profundidad emocional, violenta y empática de la cinta. Con esto, la película es un trasfondo simple, cargado a la escritura, con prácticos formatos efectivos y una actuación absolutamente entregada. Elementos discretos, sin duda, pero, en el horror, como en la ciencia ficción, menos puede ser más. Y hay que respetar la valentía que supone, en un mundo sobreestimulado, permitirse el amor a los espacios vacíos, a las actuaciones entregadas y a las tomas pacientes.

En una secuencia, al inicio de The Invisible Man, Cecilia Kass se sienta en una mesa para contar a su hermana y a su amigo James por qué decidió escaparse de la tormentosa relación que tenía con Adrian Griffin. La descripción de lo que sufrió durante años es paulatina e incompleta. Cecilia habla de un hombre manipulador y agresivo que le impone una forma de vestir, de comer, de hablar y, finalmente, de pensar. Nunca dice cuáles eran las consecuencias de desobedecer, pero, cuando le preguntan si él la golpeaba, ella responde: “entre otras cosas”.

El miedo aquí obliga al silencio. Incluso después de que cree a su torturador muerto, Cecilia calla. Así se dibuja, más allá del silencio de las víctimas, el duradero poder invisible que imponen los victimarios. El miedo, las cicatrices emocionales, el trauma, son vestigios que perduran: ahí hay una presencia física opresiva que no se desvanece en la ausencia. La violencia no persiste solamente en las marcas físicas que deja, como moretones y heridas, su longevidad se oculta, también, en la opresión psicológica.

La forma de considerar esta permanencia de la violencia en pareja se junta, además, en The Invisible Man con una ilustración increíblemente aguda del gaslighting. Para aquellos que no sepan qué significa este concepto que ha pasado al jargon psicológico popular, el gaslighting es una forma de manipulación común en parejas abusivas y sucede cuando una persona intenta someter a la otra, psicológicamente, haciéndola dudar de su sanidad mental. El término se acuñó por la popularidad de una obra de teatro de Patrick Hamilton llamada Gas Light (1938) que fue adaptada al cine, en 1944, por George Cukor y protagonizada por Charles Boyer y Ingrid Bergman. Tanto la obra como la cinta cuentan los abusos de un marido con su pareja para que comience a dudar de la realidad que la rodea.

En The Invisible Man, el gaslighting llega a niveles insospechados: ¿Quién puede creer que un muerto regresó de la tumba para atormentar a su ex pareja? ¿Quién le va a creer a esta persona que comienza a enajenarse de todos? ¿Quién quiere escuchar historias de hombres invisibles y espectros cuando, claramente, esta persona sufre de algún tipo de estrés post traumático? Aquí, la invisibilidad sirve como un mecanismo de tortura insidioso, sutil y efectivo que lleva al personaje de Cecilia al borde de la locura.

De pronto, también, por la carismática actuación de Moss y por lo que sabemos de la película (finalmente, se llama El Hombre Invisible), permanecemos atrapados, como espectadores, entre el mundo de la lógica y la torcida realidad de esta ciencia ficción inexplicable. Con esto, la cinta nos vuelve cómplices de la víctima y partícipes de su horror y desesperación. Por eso, también, la conclusión de la película es tan redentora y tan violenta: en la venganza de Cecilia está una solución radical a un problema eterno. Las autoridades nunca le creyeron y siempre están dispuestas a creer a su victimario. Los recursos se agotan y, pronto, se da cuenta de que sólo ella puede acabar con este ciclo de violencia psicológica constante. Sólo ella puede, a través de la venganza más sangrienta, adueñarse de la invisibilidad que la atormentaba.

Como crítica a una constante en la ciencia ficción, aquí Whannel habla del derecho a la invisibilidad del cuerpo. En todo momento, el personaje de Adrian significa por su valor intangible: es el genio, el creador, el científico, el millonario, etc. Mientras tanto, el personaje de Cecilia es insistentemente físico: se recuerda el abuso físico que sufrió, pasa por hospitales y pruebas, se especula sobre su embarazo, etc. Cuando Cecilia quiere mostrarse en su trabajo, con un capital cultural y profesional, la recibe un jefe misógino que discute su apariencia mientras su ex pareja invisible le roba muestras de su trabajo. Fuera del cuerpo, no le queda nada que mostrar. Como en muchas obras de ciencia ficción, la mujer aquí tiene que presentarse ineludiblemente como cuerpo. Al punto en que Cecilia pelea contra un hombre invisible que caracteriza todos sus miedos intangibles. El privilegio de ser más que un cuerpo, de trascender el cuerpo, de ser invisibles, aparece como algo insistentemente masculino.

De nuevo, la redención de Cecilia (que marca también un giro bello para el Dark Universe en el recuerdo de una Mujer Invisible), muestra cómo la heroína trasciende su cuerpo para adueñarse de la invisibilidad. Aquí, con un golpe certero de cuchillo, Cecilia rebana la garganta de Adrian y le impide volver a pronunciar palabra mientras agoniza. Calla, finalmente, al hombre que la recibe, nuevamente, comentando su aspecto físico. Al hurtarle la palabra y volverlo, finalmente, cuerpo y materia, muerte y mortalidad, Cecilia trasciende el rol que se le impuso como protagonista de una cinta de ciencia ficción para ganar, con la invisibilidad conquistada, la redención de un lugar en el mundo.

La venganza de Cecilia no solamente es dulce para el espectador porque siempre estuvo de su lado y sufrió, con ella, el gaslighting y el miedo invisible. También es un intenso alivio frente a una representación particularmente inmoral del Hombre Invisible. Tanto en la novela de H.G. Wells como en la primera adaptación clásica de James Whale, el hombre invisible no tiene opción: es la premura de las circunstancias lo que lo empuja a acelerar un proceso y convertirse en este extraño monstruo. Posteriormente, en la desesperación de lo irreversible, el Griffin de Wells y de Whale se convierte en un megalómano asesino. La invisibilidad, por así decirlo, en su carácter accidental e irreversible, lo llevan al mal.

Aquí, sin embargo, el hombre invisible es puro mal. No nada más porque su violencia trasciende a la muerte de la peor forma imaginable, sino porque él elige ser invisible. Siempre puede ponerse o quitarse el traje de invisibilidad, pero él decide ser invisible y ejercer el odio abusivo. Aquí, el traje de invisibilidad funciona más, como bien lo señaló Richard Brody para el New Yorker, como el anillo de Giges en la República de Platón: es una forma de demostrar cómo el hombre es fundamentalmente malo. Un hombre, incluso un hombre justo, puede convertirse en un monstruo si sabe que va a escapar a las consecuencias de sus actos. La idea de Glaucón no es la idea de Sócrates, pero si es una idea particularmente contemporánea.

En esta película, además, esta idea señala que muchos agresores pueden salirse con la suya, pueden sortear el castigo y pueden, así, convertirse en monstruos. Es exactamente la misma propuesta de horror cotidiano que plantea la muy paranoica y certera obra maestra de Lee Chang Dong, Burning.

Tanto Adrian como su hermano (que juega aquí el papel de Kemp en la película de Whale) son seres despreciables que adquirieron la irresponsabilidad absoluta. La invisibilidad no crea al villano, el villano se ejerce como tal a través de ella. Y este matiz moral es sumamente importante para mostrarnos al Hombre Invisible más racional y calculadamente malvado de todos los tiempos.

Para Wells, el Hombre Invisible correspondía al poder opresivo de cualquier estado, de su amenaza de violencia gratuita y del terror que puede provocar en la mano de un sólo hombre. Para Whale, el Hombre Invisible correspondía a la loca ambición que nos domina frente a la tecnología. Para Verhoeven, representaba las fantasías masturbatorias masculinas y su peligrosa agencia. Para Whannel, en cambio, el Hombre Invisible representa la constante presencia de la violencia para quienes la sufrieron, el miedo que no se borra, el horror de lo cotidiano después del trauma. El Hombre Invisible no es el monstruo que guía el horror en esta cinta, sino la representación misma del invisible poder masculino, del invisible poder de la violencia, del invisible manto de horror que persigue nuestras atormentadas relaciones.

A diferencia de la película de Whale, aquí los rivales amorosos son cómplices: Griffin y el Dr. Kemp (que aquí es el pusilánime hermano) no pelean por el amor de una mujer, sino que son cómplices en un esquema de abuso y posesión. 90 años después de la primera cinta, los parámetros necesarios del amor romántico han cambiado y nuestros sueños de amor se han tornado en pesadillas de posesión.

Gaslighting, abuso que perdura, traumas que se repiten, violencia de género, heridas que no se curan, poder invisible, redención y conquista de lo imposible, de lo etéreo negado y de lo intangible: The Invisible Man de Whannel toma temas contemporáneos y miedos muy presentes para revalorarlos en el marco del horror clásico. Al hacerlo, redefine las posibilidades de un viejo mito platónico que siempre cuestionó el límite de la moralidad y la necesidad de la ley; un mito que, ahora, señala el poder omnipresente de la dominación invisible y la palabra creíble.